¿Por qué amamos el cine?

por Noelia Ibáñez

Rebeldes, sumisos, amados, ignorados… ¿será que podemos ser todo lo que somos y no somos? ¿Será que todo eso nos puede hacer el cine? Cuando miramos una película muchas veces nos sentimos parte y también imaginamos, como al leer un libro, una vida posible, soñada o una vida terrible, una pesadilla que nos persigue desde la pantalla. El cine es imagen pero también imaginario, el cine nos conecta con los otros y con nosotros mismos, nos interpela, nos llena de voces y silencios. El cine nos brinda preguntas y arriesga respuestas, nos sorprende, nos abruma y nos devela. Nos puede contrariar, hasta aburrir pero lo cierto es que nos sacude, nos toca el alma, nos hace pensar, incluso pensar si realmente existe el alma. Amamos ese arte que nació en el vertiginoso siglo XIX al amparo de la consolidación del capitalismo y con ello el desarrollo del movimiento obrero, el socialismo, el anarquismo, la lucha de clases, el colonialismo e imperialismo, el nacionalismo:  aquello que fue dejando profundas huellas en el arte, en las expresiones de todo tipo y color, desde la música de los compositores del romanticismo, la era victoriana, las vanguardias artísticas, Oscar Wilde, los relatos de Sir Arthur Conan Doyle y su maravilloso Sherlock Holmes hasta el Manifiesto Comunista o la Interpretación de los sueños de un tal Freud.

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De la curiosidad a la pasión

Dice uno de los grandes teóricos de la imagen y el cine, Román Gubern, que “lo que empezó como curiosidad científica, siguió como fenómeno de feria y acabó por convertirse en poderosísima industria no necesitaba al principio, intentar acceder a la condición de arte. La gente iba al cine simplemente para pasmarse ante las imágenes en movimiento” (Gubern, 1983. Cien años de cine).

Es así que el progreso del siglo XIX que puso en las manos de la humanidad otra forma de explotación del hombre por el hombre, que marcó a sangre y violencia la supuesta supremacía de un continente sobre otro; nos regaló también la posibilidad de soñar en celuloide, de atravesar la pantalla y vivir la vida como si fuésemos parte de una película continua. Esto lo supo expresar magníficamente el director estadounidense Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo cuando la protagonista se enamora de un actor, va a ver la película en todas las funciones y éste sale de la pantalla literalmente para vivir una historia de amor.

 En muchas películas el cine habló de sí mismo, dando cuenta de esta especie de amor que se genera entre el espectador y la pantalla y además, algo que no es menor, cómo se fue desarrollando en el cine-edificio un espacio de socialización o de refugio. En este sentido dos películas vienen a mi memoria: una argentina de 1987 Sofía, dirigida por Alejandro Doria, en donde  la protagonista se refugia en un cine ante el temor espantoso de ser capturada por un grupo de tareas en plena dictadura militar. La otra película es Cinema Paradiso, el film italiano de 1988 dirigido por Giussepe Tornatore, en la que Toto crece en el cine de su pueblo en donde Alfredo, el que pasa las películas, le enseña todos los secretos para ese oficio.

La pasión de ver cine y la pasión de hacer cine reflejan espacios infinitos que suponen inmensas variantes y expectativas tanto para un transeúnte cualquiera que un día entró en una sala, para la abuela que gusta de ver películas de  la “época de oro” estadounidense, para el estudiante que investiga sobre los temas que está leyendo o para el investigador de las ciencias sociales que encuentra en él un rica fuente de análisis.

 

Qué se puede hacer salvo ver películas

 

Así se titula un tema de la banda argentina “La máquina de hacer pájaros”. Toda una declaración de principios para la cinefilia. Ir al cine o descubrir una película que nos marca para siempre: se lo debemos al francés George Mélies, quien desarrolló el cine ficcional a parir del descubrimiento del cine por parte de los también franceses hermanos Lumiere, aquellos que documentaron la llegada de un tren y la salida de las obreras de una fábrica. Mélies era un ilusionista, un mago que innovaba en efecto especiales para sus trucos. Por eso es recordado como “el mago del cine”. Dos de sus películas más famosas Voyage dans la lune (Viaje a la luna) de y El viaje imposible de 1905, narran viajes extraños, surreales, fantásticos, inspirados en el escritor Julio Verne. Mélies también fue pionero del cine de terror con la película El señorío del diablo de 1896.

La historia del “padre” del cine fue espléndidamente contada en la película La invención de Hugo de Martin Scorsesse, año 2011, basada en la novela La invención de Hugo Cabret de Brian Selznick. Hugo es un niño que vive con su padre, relojero parisino que además trabaja en un museo y lleva siempre a Hugo al cine a ver las películas de Mélies al comenzar la década del ’30. El padre de Hugo encontró en este museo un autómata tirado y desvencijado que se propuso arreglar. Hasta que sufre un incendio en su lugar de trabajo y muere, por lo que queda Hugo al cuidado de un viejo y alcohólico tío encargado de los relojes de la Estación de Montparnasse. Hugo va robando piezas, juguetes a cuerda para armar el autómata hasta que George lo atrapa y le quita la libreta de anotaciones de su padre. Ahí comienza un derrotero para hacerse con esa libreta y va descubriendo la verdad acerca del dueño de la juguetería.

A los cinéfilos de siempre, a quienes no ven demasiado cine o a quienes no conocían esta historia les recomiendo La invención de Hugo como para empezar a seguir el hilo del amor por el cine e hilvanarlo con las películas que mencioné en este artículo.