por Gabriela Urrutibehety
Se cumplen cien años de la publicación, en Argenteuil, Francia, de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía de Oliverio Girondo, un libro que, según el propio autor, venía a compensar el retraso nacional con respecto a la revolución vanguardista que se estaba produciendo en Europa. “Mientras el desprevenido burgués de las grande capitales pernocta en un constante sobresalto, aquí no sucede nada”, escribirá en referencia a la aparición del dadaísmo, del surrealismo y los otros –ismos que “se suceden y pululan” del otro lado del Atlántico y la chatura que veía en el paisaje literario local.
Más allá de que los sobresaltos actuales pasen por otros espacios bastante más alejados de las apuestas estéticas, podemos preguntarnos qué puede leerse hoy en este poemario, aparecido en el mismo año que Trilce de César Vallejo y de la fundación de Proa, por parte de Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges.
Veinte poemas ataca, desde el prólogo, con una apuesta a la materialización inesperada de un mundo cuyo reverso se revela –en medio de una carcajada chusca y sorpresiva- como lo real. “Y se encuentran ritmos al bajar la escalera, poemas tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta puchos en la vereda”, dice en la “Carta abierta a La Púa” que oficia como apertura, defensa y explicación del libro.
Este efecto de ilusionista, de payaso de circo, de chasco de carnaval, se genera a través de la trasmigración de la letra a la figura, del recurso de plantar imágenes que estallan frente a los ojos del lector. De golpe, las cosas se ponen de pie y actúan, los sustantivos abstractos se manifiestan en su apabullante materialidad, mientras de fondo se escucha la risotada de un bufón macabro.
“Croquis en la arena” representa este movimiento. En principio, la distribución de las palabras en la página actúa de la misma manera que en un negativo, resaltando lo que suele estar oculto en la lectura: el espacio en blanco de la página. Sin caer en excesos caligramáticos –eso queda para el Espantapájaros de su tercer libro-, Girondo despliega todas las herramientas de las que dispone en la búsqueda del sentido.
El poema se abre con un título de dibujo y se instala como un documental que se abre con un primer plano a la protagonista. “La mañana se pasea en la playa empolvada de sol”, dice y luego la cámara propone un regodeo de planos detalle:
Brazos.
Piernas amputadas.
Cuerpos que se reintegran.
Cabezas flotantes de caucho.
Todo es teatral, escenográfico. “Se respira un aire de tarjeta postal”, expresa en “Venecia”. Todo es simulacro e ilusión. Lo que se ve es intrusado por la contrafigura de lo real –es decir, lo verdaderamente real- como en esas películas en que los actores comparten la pantalla con dibujos animados. El poema “Milonga” se cierra alertando que “Junto con el vigilante, entra la aurora vestida de violeta”, y la aurora puede tener la cara de la novia de Roger Rabbit.
Este universo en el que “El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto”, sólo provoca un cansancio existencial, pero uno chiquito, modesto, de barrio. Un “cansancio de querer ser feliz/que apenas tiene fuerzas para llegar /a la altura de las bombitas de luz eléctrica”.
Una angustia que desdeña una estatura de filósofo sesudo y grave, sino que es “una tristeza parecida a la de un par de medias en un rincón”.
Porque ante todo está el gesto que formula en el prólogo: “lo cotidiano, sin embargo, ¿no es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo?”.
Una buena pregunta para ser planteada aun cien años después.