por Noelia Ibáñez
“no quiero ir nada más que hasta el fondo” escribió en su pizarra la poeta maldita que dijo basta o dijo regreso, en septiembre de 1972, a los 36 años. La “Buma” de la infancia en Avellaneda, la venida a este mundo siempre ajeno un 29 de abril de 1936. Flora Alejandra no nació desnuda. Releo sus diarios, su correspondencia y eso me da la certeza de sus ropajes ancestrales. Su destino errante de judía y de extraña a su tierra más ajena. No puedo decir que por ella escribo pero sí que buena parte de mis textos van detrás de su sombra, con pasos erráticos para querer alcanzar ese mito fantasmagórico, fascinante que hace de la poesía una única razón de existencia. Confieso que en el fondo yo quisiera ser el Pierre Menard de Alejandra.
“Busco una forma definitiva…”
Como en toda su palabra, Alejandra definía así en la entrada de su diario del 6 de marzo de 1967 su inagotable búsqueda de la palabra total. Todo en ella era palabra, era poesía, ese constante sortilegio para poseer la vida y que ésta no se desmoronase ante su propia finitud. En Alejandra la reflexión sobre la poesía, la atracción por la muerte, la noche, la duplicación del yo, son los temas principales que devoran sus intentos por la asimilación de la identidad de su yo y su propia subjetividad como experiencia del lenguaje y la palabra.
Una escritora, una poeta que atravesó su infancia rechazando su imagen, con el convencimiento de ser “fea y gorda”. Una mujer de una genialidad absoluta que también fue corroída en estos aspectos por las convenciones culturales y la fotografía que los demás esperan ver. De un modo demasiado atroz, esto la empujó a la adicción temprana a las anfetaminas y otros medicamentos que, con el correr de los años, hicieron estragos en sociedad con el alcohol y la íntima sensación de saberse no ya sola, sino extranjera en este mundo.
“La palabra que sana”
Así se titula un poema de “El infierno musical” (1971) donde se lee “(…) por eso cada palabra dice lo que dice, y además más, y otra cosa”. Infinito juego del lenguaje que atraviesa el dolor, el amor, la ausencia, la muerte volviendoa la oscuridad un misterioso espacio de belleza. Alejandra era eso, es eso y más, mucho más y otras cosas. La poeta maldita que vivió sus años más felices en París, según su propia voz, fue también una crítica literaria de excelencia, una audaz y obscena escritora de prosa, una amiga amorosa que se confesaba y se mentía en cartas y en diarios porque la desbordaba su sangre hecha de palabras.
(…) Palabras en mi garganta. Sellos intragables. Las palabras no son bebidas por el viento, es una mentira aquello de que las palabras son polvo, ojalá lo fuesen, así yo no haría ahora plegarias de loca inminente que sueña con súbitas desapariciones, migraciones, invisibilidades (…). Se me ocurre soñar que en su silencio tan lleno de voces, escribía sobre las palabras atoradas en el poema de su cuerpo, de su sexualidad transgresora, de su agónico deseo por ser deseada. Alejandra amaba, Alejandra esperaba y escribía en la espera con un disco de Janis Joplin o Shubert en el rinconcito de su departamento observada por su colección de muñecas. Resguardada por los libros de Kafka, Proust, Borges o acunada por el amor entrañable con que la quería su amigo Julio Cortázar y atormentada por su amor –que no sabemos si platónico o real- por Silvina Ocampo, esa terrible niña que jugaba tan bien con la palabra como con el amor.
“Tú eliges el lugar de la herida
en donde hablamos nuestro silencio.
Tú haces de mi vida
esta ceremonia demasiado pura”
Leer a Alejandra es una ceremonia, es un encuentro a la vez melancólico y feliz, es una búsqueda de belleza en la sombra y en las grietas de luz que se abren en cada trazo de su universo. El mito de Pizarnik creció y sigue creciendo. La rebelión de su vida y su palabra abrazan artistas, escritores y enamoran al cine, como lo muestra Eliseo Subiela en “El lado oscuro del corazón 2” (2001), donde una trapecista de un circo evoca a Alejandra Pizarnik en clave poética tan intrínseca a la filmografía del director argentino. Hay cortos sobre textos de Alejandra, puestas teatrales, y documentales, como el trabajo impecable de Ernesto Ardito y Virna Molina para su serie “Memoria iluminada”.
Todo eso y más, muchas otras palabras más es Alejandra, la poeta de la ausencia tangible, cómplice de mis noches de insomnio, la que quería sólo ver su jardín y por fin, el fondo.