por Noelia Ibáñez
En un Estados Unidos atravesado por la corrupción del poder político y las más diversas expresiones socio-culturales nacidas de la riquísima déccada del ’60, el Nuevo Cine Americano se expresa en producciones independientes y en cada vez mayor desprendimiento de los rígidos cánones de la industria. Hace 50 años, uno de los consagrados directores de cine musical, Bob Fosse, estrenaba Cabaret. Hace 50 años un enorme éxito de taquilla comenzaba su camino a ser un filme que se desenvuelve con mayor fuerza en nuestros días como una profunda película que, con la excusa de la música, profesa un cine político, psicológico y aún histórico quizá cada vez más actual.
Alemania, entre el amor y el infierno
Una banda sonora inolvidable, con excelentes números musicales -“Mein herr”, “Money, money”, “Life is cabaret”, “Tomorrow belong to me”, “New York, New York”-, un guión perfecto con unos diálogos ingeniosos e ilustrativos, una gran recreación – magnífica fotografía de Geoffrey Unswort – de la Alemania de los años 30. Bob Fosse alterna genialmente esos dos mundos: el exterior de las calles de Berlín y el interior del cabaret, donde los clientes intentan olvidar sus penas. Todo se completa con una bella aunque triste historia de amor condenada al fracaso.
La película nos presenta un grupo variopinto de personajes, todo un microcosmos: Sally, bailarina, cantante y soñadora; Bryan, estudiante bisexual que quiere doctorarse en Literatura; Fritz, un caza fortunas al que Bryan da clases de inglés; Natalia, una rica heredera de la que Fritz se enamora, Maximilian, un aristócrata también bisexual, la señorita Kost, prostituta que vive en la misma pensión que Bryan; Herr Ludwig, escritor pornográfico que vive también en dicha pensión. Pero no quisiera contar el final para que quienes no la hayan visto puedan verla con una mirada actual sin olvidar el contexto que narra.
Para muchos críticos e incluso historiadores que trabajan con cine, Cabaret construye una narrativa donde el preludio del infierno bajo el Tercer Reich parece increíble. Esto no es atípico en el cine: podemos mencionar como ejemplo de una lectura mordaz de la sociedad alemana y la “cultura antisemita” a la magnífica El huevo de la serpiente de Ingmar Bergman. Lo más interesante, tal vez, si nos permitimos salir por un momento de la extraordinaria Liza Minelli, es que la película señala algo que suele diluirse a lo largo de los años con respecto a la llegada de Hitler y el nazismo al poder, y es que precisamente buena parte de la aceptación de este régimen totalitario no sólo tiene que ver con su discurso de superioridad racial, sino con su objetivo de eliminar al comunismo de la faz de la tierra, desandar el camino de la lucha clases y, si bien, tenemos en el imaginario la idea del “judío adinerado y capitalista”, no conocemos (y esto decididamente no es azaroso) que gran parte del movimiento obrero alemán y en otros lugares de Europa estaba formado por judíos socialistas o con tendencias hacia las ideas revolucionarias.
La noche berlinesa
La noche libera, permite, desencaja, pone en escena y en esa escena del Kit Kat Clun donde Liza sueña con ser actriz y los concurrentes sueñan con que tienen derecho a soñar, la noche de Berlín es mucho más que embriagarse y dejarse llevar, o beber hasta olvidarse del mundo. La noche berlinesa que ve pasar camisas pardas y está a punto de ser testigo de La noche de los cristales rotos, de la persecución a disidentes y homosexuales como preludio del infierno de los campos de concentración, es el laberinto donde todo se pierde.
Todos vieron venir el desastre, todos oyeron como eclosionó el huevo de la serpiente nazi, pero prefirieron cerrar los ojos y seguir embriagándose, igual ya no tenían remedio ni salvación. Estaban condenados hace mucho.