Cine y dictadura: algunos aspectos claves para comprender la imagen del dolor

por Noelia Ibáñez

 La primera pregunta que nos planteamos frente a la historia de los años setenta, particularmente en este caso de Argentina, es cómo narrar lo terrible, cómo decir lo indecible, cómo mostrar el horror. Preguntas que también aparecieron tras el Holocausto y otros procesos aberrantes de la humanidad.

El eje está puesto en lo traumático, es el trauma el que debe ser transmitido de alguna manera, contado, explicado. Pero también hay que decir, antes de mirar, observar por el ojo de la cerradura del cine el período más negro de la historia argentina, que el golpe militar de 1976 vino a clausurar además una fuerza creadora muy potente como fue el cine político de los 60-70 y encaró una acción represiva también a nivel cultural e intelectual de la mano de la censura, la persecución, la detención, la desaparición, el asesinato de escritores, directores de cine, intelectuales de diverso orden.

Ana Amado  (2009) se pregunta cómo concebir lo político en tiempos de normalidad despolitizada de las sociedades de mercado y sus nuevas mitologías. En este sentido es importante distinguir que el cine no tiene por qué elaborar historia, no es historiografía, los directores de cine no tienen la obligación de ser historiadores.

 

Contar la violencia: Garage Olimpo

 En una histórica declaración transcrita por el diario Clarín el 14 de diciembre de 1979, el general Videla se refirió a la figura del desaparecido como «una incógnita. Si reapareciera, tendría un tratamiento equis. Pero si la desaparición se convirtiera en una certeza, su fallecimiento tiene otro tratamiento. Mientras sea desaparecido no puede tener tratamiento especial, porque no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo»

¿Cómo simbolizar en el cine lo que no está? Porque sabemos que, en efecto, está. ¿Cómo dar entidad a eso que para Videla no tiene entidad?

Un militar da la orden para un nuevo traslado, en un centro clandestino de detención se les aplica una inyección a un grupo de “prisioneros”. Los suben a un camión, comienzan los acordes de Aurora, el aria de la ópera de Héctor Panizzi convertida en canción patria argentina acompaña, angustiante, la última escena de la película de Marco Bechis: Garage Olimpo. Un avión de la Fuerza Aérea sobrevuela el Río de La Plata, dentro del mismo la sombra de una silueta se refleja en la luz del sol, se abre la rampa de carga y se muestran las aguas del río como imagen final. Lo implícito desborda la realidad, lo que no se ve precisamente invoca lo que se sabe, lo que ha sido incluso confesado por miembros de las Fuerzas Armadas: el destino de miles. Esta imagen que nos ofrece Bechis, no solamente quiere decir que muchos de los  hoy desaparecidos eran arrojados al río o al mar, también nos quiere hablar de la ausencia, de la negación del otro, de las huellas borradas de la muerte.

Garage Olimpo fue estrenada en 1999 cuando el indulto aplicado por el entonces presidente Carlos Menem intentaba culminar lo que habían empezado las leyes de punto final y obediencia debida. Fue por entonces también que las declaraciones de Adolfo Scilingo (RE) tomaron estado público al confesar cómo fue la metodología de arrojar los cuerpos al Río de La Plata, con el estremecedor detalle de que los arrojaban vivos, bajo los efectos de una inyección adormecedora. A este testimonio le siguieron otros, y a las leyes de punto final y obediencia debida les siguió la anulación.

La cuestión de los desaparecidos –afirma Hugo Vezzetti- se convirtió en el símbolo de una profunda fractura en la trama social y en el problema fundamental en la construcción de la democracia. La empresa del terrorismo de estado, la puesta en marcha de un plan sistemático de aniquilación, está presente en Garage Olimpo desde el principio. Las primeras escenas muestran planos de la ciudad de Buenos Aires de día y de noche, con el sonido de aviones como fondo, significando que existen dos ciudades, dos lugares bien definidos: la superficie y lo subterráneo. Debajo de la vida cotidiana se halla el infierno, los centros clandestinos de detención, la antesala de la ausencia. La película hace un recorrido verosímil y desafiante desde el personaje de María –interpretado por Antonella Costa- mostrándola en una villa enseñando a leer y a escribir, pasando por la descripción de cómo un grupo coloca una bomba en la casa del Tigre, el general encargado del Olimpo, el centro clandestino de detención que verdaderamente existió. María vive con su madre en una casa antigua, donde alquilan habitaciones para poder subsistir. Uno de los inquilinos, enamorado de María, dice trabajar en un garage y tiene la habitación repleta de objetos  (relojes, vestimenta, vajilla de cocina, etcétera). Cuando un grupo del ejército se lleva a María de su casa para ingresarla en el Olimpo, ella descubrirá que uno de sus torturadores es su inquilino. En esta película subyacen con agudeza diversos temas abordados con una sólida calidad de guión y un juego de imágenes que, sin caer en la morbosidad, van de lo explícito a lo simbólico internándonos en el espacio y en el tiempo como si el relato de los hechos nos fuera contado por sus propios protagonistas en una charla cara a cara.