por Ernesto Forte
Este texto formó parte del ciclo de lecturas Literatura y Teatro de La Utopía y el Divisadero de Dolores
Mientras los ve pelear, siente dentro de ella una sensación de goce que la hace estremecer. Manuel y Santiago crecieron en su misma cuadra. Tienen su edad y fueron a la escuela juntos. Siempre supo que los dos estaban enamorados de ella. Y siempre los alentó a que ello sucediera. Le gusta ser gustada. La hacen sentir el centro de un mundo en el que cabe solo ella y el ganador. Aún le retumban sus palabras: “si me quieren, peleen por mí. Quien gane, me gana”
Mira fascinada como esos cuerpos, sudorosos, ensangrentados, ruedan encarnizados por el suelo polvoriento. Ella, el premio, los mira pelear.
De pronto todo se detiene. Manuel se aparta. De su mano cuelga un cuchillo. Santiago la mira con los ojos muy abiertos. Cae. El otro corre. Ella mira como Santiago se ahoga en su propia sangre.
Espía, escondida detrás de un árbol, al cortejo entrar por el amplio portón del cementerio. De lejos ve como el féretro es colocado dentro de un nicho. Se vuelve sobre sus pasos. Camina por las calles sin rumbo. Vuelve al lugar de la pelea. Quiere sentir algo. Que sus entrañas se desgarren y la desgarren. Sentir culpa. Sentirse culpable. Pero no puede. Al contrario, siente como si lo que sucedió la hubiera aligerado de un gran peso. Y no siente culpa de sentirse así, liviana.
Pone algunas ropas dentro de la mochila. Su madre la mira hacer. Siente que el silencio de ella la condena. No la abraza. No la besa. No le dice adiós. Simplemente se va.
El micro sube una cuesta. Oye el sonido del motor esforzarse. Su mirada se pierde en la lejanía donde unas elevaciones redondeadas se recortan contra un cielo azul. De vez en cuando la recorre un escalofrío.
Baja en un pueblo escondido entre sierras y montes de pino. La única hostería es cómoda. Esa noche, sentada a la mesa del comedor, mira a los pocos turistas que ocupan otras dos mesas. Son viejos. Comen en silencio, las cabezas gachas sobre los platos. Ella siente que desentona en ese lugar. Que ese cuerpo suyo, joven y apetecible, merece otro entorno. Se va dormir temprano.
A la mañana desayuna sola. Los turistas ya se han ido. Luego sale a recorrer el pueblo. Nada le llama la atención.
Siguiendo un sonido de agua que corre, se mete en un monte sombreado. Hace calor. Desemboca en un claro donde corre un arroyo de agua cristalina. Se sienta al sol sobre una piedra grande. Siente en la piel el calor del sol quemarla. Mira el paisaje que la rodea. La sombra de una nube la oscurece pasajeramente. Ella se oscurece. Se escalofría.
Se quita la ropa y desnuda contra la piedra tibia se deja estar. Los párpados se transparentan por el sol, ya alto. No quiere pensar en nada, pero, fugazmente, se le cruza la imagen de un cuchillo ensangrentado. Siente una gota fría de sudor recorrerle la piel. Se le ocurre una gota de sangre. Se sienta de golpe, ciega ante el resplandor del sol. Se para y camina hasta el agua. Se mete en la corriente. La piel se le refresca. Sale. Se para en la misma piedra. Mira en derredor. Ella es un punto perdido en medio del paisaje.
Desde muy adentro le sube un grito que se les escapa por la boca y rebota y se multiplica hasta perderse, lastimero, en un quejido apagado.
Se pone la ropa sobre la piel mojada que se le pega como una telaraña molesta, como algo de lo que no podrá escapar nunca, por más lejos que vaya.