El sobreviviente

por Leticia Larruy

 

Tanto tiempo había pasado que ya no cabía la noción. Cada tanto se colaban en su mente episodios vividos. Le sobraban los tic tac del reloj de péndulo de su bisabuelo materno para conjurar los recuerdos.

Antes le molestaba ese ruido monótono casi lapidario. Ahora se había amigado y hasta le resultaba una melodía compañera.

La cabaña a orillas del río resultó el albergue perfecto para refugiarse en épocas de peste pero no llegó a imaginar que la falta de otras voces sería para siempre.

Costó acostumbrarse. La pena fue profunda al principio, espinas de angustia en el pecho al extrañar a los más queridos. Después, a medida  que crecía la barba desprolija y ya canosa, se fue desprendiendo del dolor para privilegiar la sobrevivencia.

Contaba los años por otoños. Le gustaba la  decoración de tostados en hojas secas crujientes  que quedaban prendadas de la única ventana. Dejó de mirarse al espejo y sólo a través del tacto previó las arrugas que denuncian atardeceres. Se acordó de la transparencia de sus ojos  cada vez que miraba el cielo aunque últimamente se concentrara más en dialogar con las estrellas. Jamás creyó que terminara amando la filosofía puesto que el silencio y la soledad se encargaron de nutrirle el alma como a los sabios. Y realmente lo volvió más sabio.

Alguna vez se acercó al poblado o lo que quedaba de él: el vacío. Las edificaciones derruidas tan sólo hospedaban arbustos invasivos; árboles que emergían de las paredes carcomidas; hiedras como venas serpentosas trepando hasta los tejados. Moho. Bloques caídos. Calles resquebrajadas. Ladrillos que mostraban la cara del olvido y guardaban el latir de una vida pasada.

Entonces volvía a su rincón, aquel lugar que se había convertido en un paraíso primitivo. Regresaba con la desolación en el cuerpo, en las piernas, que rara vez se cansaban.

No le resultó difícil organizarse para la supervivencia. De chico se las ingeniaba en armar y desarmar objetos rotos que tornaran a cumplir una función. Mc Giver le decían sus amigos. Nunca se habría imaginado la vida sin ellos. De joven estudió y profundizó los conocimientos con la ciencia de Leonardo, de Arquímedes y de Pascal. Cada vez que podía llenaba la mochila ansiosa de otros paisajes y hacia allá se largaba, aventurero. A conocer otras culturas, el sonido de otras lenguas, asombrarse con los modos y costumbres de países lejanos, de este  y del otro lado del océano.

De pronto se le ocurrió escribir.  Recuperar vivencias como un ejercicio que llenara los silencios del presente, sólo interrumpidos de vez en cuando por el gruñido del único ser vivo que siguió respirándole cerca.

Y así  aparecieron las imágenes del monje budista con su túnica naranja que le rozaba los pies envueltos en sandalias de cuero. Fue en Camboya, en el templo de Ankor Wat. Se vio a sí mismo asombrándose de aquel otro joven respirando el silencio y la soledad en esa vetusta edificación del lejano oriente. ¿Cómo podía vivir alejado de los otros? ¿De tal forma penetraba la religión en el alma, para sentirse pleno y entregado entre la oración y el aislamiento?

No lo entendía.

De pronto revivió el año nuevo en Nepal, Katmandú, precisamente en Baktapur, cuando los pobladores vestidos con atuendos típicos empujaban un enorme  carro con gigantescas ruedas de madera, símbolo fálico del hombre. Iba colina arriba entre gritos que azuzaban la fuerza sobrehumana para luego lanzarlo hasta estrellarse en bajada contra otro más pequeño que representaba a la mujer. El choque representaba el coito. Extrañezas de otro mundo.

Con mayor dinamismo se le coló en el recuerdo aquel recorrido de cientos de kilómetros por el río Mekong en un speed boat comercial desde Luan Prabang hasta la frontera con Tailandia. Vegetación exuberante, exotismo de rostros pálidos con ojos rasgados.

Página tras página  se fueron llenando cuadernos de bitácora. La isla de Ka Pha Gnam  y la noche de luna llena a orillas del mar, luego la India, el Taj Mahal  y el río sagrado a cuya vera  en altísimas piras de fuego cremaban  a los muertos y las canoas oscilando entre la niebla y el humo; Después  Birmania y los niños pobres que corrían al tren pidiendo alimentos. Así el mundo palpitaba de diferentes maneras  aunque la pobreza estaba en todas partes y él sentía que su vida tenía sentido si podía seguir conociendo mundo.

En un momento lo sorprendió el viento frío que entraba por la ventana mal cerrada con vidrios emparchados, remiendos de papel y nylon. El sol, tan pálido, como envuelto por cenizas de un volcán en reciente erupción, se fue ocultando casi fantasmal.

Había reunido leña al lado del fogón para darse calor y hacer algo de comer con lo que había cazado por la mañana. En realidad se alimentaba preferentemente con verduras y frutas ya que había tomado la precaución de guardar semillas.

A decir verdad, extrañaba sobre todo un rostro, unos ojos melados, una voz cantarina y alegre, sus caricias. Siempre habría de albergar la ilusión de que ella también, en algún lugar del sur estuviese sobreviviendo como él.  Posiblemente, y en eso se culpaba, si no hubiese dicho en voz alta aquel día de confesiones, su deseo de volver a recorrer caminos  durante un año, porque era lo que en el fondo anhelaba, no la hubiese impulsado a irse a vivir su propia experiencia en los lagos del sur.

Luego la pandemia hizo lo suyo. Cortó la comunicación. Sobrevino el caos y el miedo. La muerte se apoderó del planeta. No quería recordar aquellos detalles demoledores. Borró el dolor de un manotazo pero no podía borrar el presente.

El viento amagaba con arrancar ramas y raíces. Las nubes cargadas ocultaron la luna de escarcha. Era posible que no tardara en descargarse la tormenta.

Quizás fuera medianoche y aún no había logrado dormirse.

De pronto un toc toc apresurado pero nítido marcó el llamado en las viejas maderas ateridas de la puerta.

No sería de extrañar que su imaginación y el temporal inminente le jugaran una mala pasada aunque no pudo impedir ilusionarse. Alguien había llegado en mitad de la noche.

Esperó un poco más por si se trataba tan sólo de sugestión, que le hubiese parecido pero que en realidad nadie había llamado. Sin embargo los golpes se repitieron algo más impacientes que los anteriores.

Se incorporó. Se acercó al panel de maderas clavadas. Corrió el pasador de hierro y un golpe de aire  furioso lo azotó.

_ ¡Baikal! ¿Dónde te habías metido, salvaje?

Atropellada y feliz entró a los saltos la ovejera negra, restregándole el hocico de hielo entre las piernas.

 

 

Leticia Larruy: Profesora de Letras. Docente que hizo de la profesión su mayor orgullo y a la que se dedicó con el afán de los maestros de alma. Amante de la lectura desde que aprendió a leer y descubrir la magia de las historias inventadas. Amante de la poesía desde que aprendió a volar con la imaginación. Prontamente habrá de publicar su primer poemario Más allá de la piel con el que se animará a hacerse conocer y a ser juzgada.