por Leticia Larruy
Este texto fue leído en el encuentro de agosto del ciclo Literatura y Poesía de La Utopía y el Divisadero
Necesitó volver atrás. Mucho tiempo. Meterse en la mente, en el recuerdo como si fuera una espiral infinita. Meterse dentro y volar en contramano así como una pequeña mariposa de esas grises que no llaman la atención y que por el contrario corre el peligro de que la aplasten de un manotazo porque no se sabe si es de polilla o de gorgojo.
Llegó a la vivienda de la niñez, en las dos esquinas en medio del campo. “Las casas” porque eran cinco o seis edificaciones independientes que se unían por una vereda de ladrillos para no embarrarse los pies cuando llovía.
Techos de chapa donde la lluvia cantaba siempre la misma melodía acompasada por el silbido del viento y el canto de algunas goteras atajadas por cacharros. Cielorraso de junco a dos aguas que en noches de insomnio auguraban bichos deformes que se abrían entre las hileras de ramas, para lanzarse en picada cuando lograba dormirse. Las paredes de barro prolijamente encaladas por las manos del padre.
Los pisos de ladrillo, baldeados una y otra vez para que la siesta acogedora de los grandes resultara más placentera en los veranos sin chicharras pero que con el sol calcinante, obligaba al descanso después de tanto trajinar desde la salida del sol y la primera mateada de la mañana.
Una y otra vez baldeaba la mamá así como lavaba a mano la montaña de ropa familiar en una batea de madera, para después enjuagar en un enorme fuentón de cinc, al que le ponía una pastilla azul así la ropa blanca habría de relucir en pulcritud en vez de volverse amarillenta por el uso. El mismo fuentón que al anochecer desinfectaba con alcohol de quemar y un fósforo encendido para poder bañar a los chicos.
Las noches resultaban interminables salvo cuando las tormentas de verano las hacían más entretenidas con sus juegos de truenos y relámpagos. Entonces le permitían abrir la única ventana con rejas que tenía la habitación, ésa que daba al patio de atrás, el del gran aromo y del tala madre encorvado por los años, con brazos gruesos que arrasaban la tierra y que las gallinas escalaban rutinarias para dormir la oscuridad. Esas noches, recordaba, resultaban una verdadera fiesta. Se acostaba a los pies de la cama para poder observar mejor el espectáculo del cielo con sus fuegos de artificio. Generalmente no tenía miedo. Ella siempre asustaba a los otros pero aquella noche percibió el horror de la ausencia de una forma singular, desconocida, con la sensación de caída al vacío, con la sensación de asfixia, sin dedos que apretaran el cuello.
Mientras los relámpagos zigzagueantes le fueron cerrando los párpados y los truenos retumbaban en el patio de tierra cada vez más espaciados , lo escuchó. Se iba acercando con sus patas circulares de ciempiés de hierro. Chirrido a chapa que rodaba. Con su silbato inconfundible anunciaba la llegada. Nunca había pasado por allí. Negro y gris con una luz brillante en el medio de la frente como único ojo. Polifemo de muerte en medio del campo y sin rieles. Se le erizó la piel; se encogió pequeñita detrás de la puerta con pasador para espiar por un agujero de la vieja madera. No tenían que verla. No sabía qué pasaba pero pudo oler el peligro como el alcohol y la anestesia en la salita de primeros auxilios. Los murmullos de los grandes que ocultaban palabras prohibidas a los chicos, dejaban que la imaginación creara monstruos. En el baño, que era un pequeño edificio apartado de la ´pieza´ ya que estaba afuera como a unos diez metros, por la noche había que salir con linterna si te daban ganas de hacer pis; si tenías miedo llamabas a la mamá para que acompañara y si tenías coraje ibas solo (ella, la niña que estaba detrás de la puerta, nunca tenía miedo) pero allí, en ese baño, había ocurrido algo.
Aquella noche sintió un frío temblor que la inmovilizó detrás de la puerta. En el baño había pasado algo. Algo que tenía que ver con la sangre. Había mucha sangre en el fuentón de enjuagar la ropa y de bañar a los chicos. Algo terrible le había pasado a la mamá y ella, pequeña corajuda de apenas seis años, percibió el olor de la muerte con el olor de la sangre.
Cuando se iba a bañar se cayó-dijo- y lo perdió. Nunca supo que iba a venir otro hermanito, no llegó a ser más que un enorme fuentón con agua y sangre y encima el tren que sonaba como loco ahí en medio del campo. Con una pequeña valija de cartón en la mano, se iba la mamá, se la llevaba el tren, pero no podía ser que nadie la acompañara, cómo se iba a ir sola en ese tren nocturno, fantasma y no había barro y no podía correr para llamarla o para irse con ella. Un ¡Mamaaaaá! ahogado se le anudó en la garganta. Tuvo una terrible sensación de caída en el espacio. Rechinó la cama al lado del ventanal de madera marrón y ahí estaba la mami alcanzándole la mamadera porque con tal de que se tomara toda la leche le hacía un biberón con chocolatada antes de levantarse para ir a la escuela.
De ahí en más si bien no había viajado más que dos o tres veces en su vida, los trenes siempre aparecían, más oscuros o más claros, hacia derecha o hacia izquierda. Rechinantes, poderosos. Siempre aparecían. Y pasaban y se llevaban algo que le pertenecía y la dejaban sola, abandonada. Pedía ayuda pero los otros no escuchaban.
Una y otra vez a lo largo de esa historia en círculos fueron apareciendo trenes nocturnos, como aquel otro que la dejó en la estación mientras su cartera y bolsos quedaban arriba y que sin darle tiempo a subir nuevamente se marchó. Lo corrió desesperada, se quedaba sin nada en una ciudad desconocida, enorme. De pronto la vio; en su lugar había una joven muy parecida a ella que se reía, se iba con sus cosas, se reía burlona y se alejaba en ese otro tren pesadilla llevándose todas sus pertenencias. De nuevo nadie la escuchaba. Nadie la ayudaba.
Tan sólo éso quedaba por las mañanas, hilachas de abandonos, de partidas hacia ningún lugar en los trenes de la noche.
Últimamente habían cambiado los colores, eso sí, del blanco y negro la fueron invadiendo los sepias, entre verde oscuro, musgo amarillento. Tierra seca y sombras, algo de humo que se desprendía de una chimenea zumbante, cruzadora de desiertos.
Ella había crecido. Adolescente, descalza, se vio palpando con la planta de los pies el páramo reseco. Hacia dónde iba, muchachita sin rostro, pollera humilde, fruncida a la cintura. Nunca había usado algo así. Caminaba sin rumbo, los brazos caídos como quien ya no tiene intención de luchar. Sintió la nada. El vacío. Y ahora la bocina larga, aulladora del tren. Hacia él se lanzaba. Nada la detendría pero esta vez su imagen de niña gigante sabía que habría de aplastar a ese tren de juguete que ya no podría dejarla sola sin sus sueños.
La mariposa en tonos de grises volvió al presente y descubrió que su personaje ya no vivía en aquel rancho en medio del campo. Era otro el lugar y otro el tiempo. En la mesa de luz había un pequeño cuadernillo de tapas negras.
Allí anotaba cada vez que podía, aquellos retazos que quedaban de las vivencias nocturnas, muchas veces el agua, muchas veces los vuelos agitando los brazos como alas y tantas otras los trenes que cruzaban fantasmagóricos los campos de la niñez, en caminos de tierra, en caminos sin rieles.