La Miguelina del Ruperto Bar

por Marcelo Roqués

No era que quisiéramos llegar siempre temprano al Ruperto Bar, sino que no podíamos arriesgarnos a perder un lugar en la barra o a que no nos atendiera la Miguelina. Si nos sentábamos en las mesas solo podíamos conformarnos con mirarla. Ni siquiera nos llegaba su perfume, que en la barra sobresalía por encima del olor a tabaco y alcohol. Entre nosotros nos preguntábamos si habíamos visto esa noche a Miguelina, si nos había mirado Miguelina. Está buena nos decíamos, hablé con ella y me escuchó una hora, te mira y se te borra el mundo, se te embarullan los cuentos, a mí me pidió un trago del vodka que acababa de venderme, nadie sirve cerveza tirada como ella, nadie ríe como ella, nadie como ella. Me dijo que saldría conmigo. Mentira, ella no sale con la gente del bar, ella es de acá, ella es nuestra. Cuando le hablás de tus problemas te escucha, y si no te los soluciona, al menos, te hace cambiar la cara. Si la descubrieran los de la televisión se la llevarían de modelo. 

Un día de mayo nos despertamos, prendimos la radio de la mesa de luz, la que tenía siempre sintonizada la emisora local, y nos sorprendimos con el vozarrón del gordo Dante Marcial, triste noticia, decía el gordo, inesperada, brutal, monstruosa, nos lloraba, la ciudad está de duelo, porque a la Miguelina la habían asesinado. 

Primero no lo creímos, imaginamos que era una pesadilla de las que no hay que hablar para que no se cumplian, pero después nos levantamos de un salto y nos vestimos con la ropa del día anterior, apurados como si fuera una competencia, para ir sin desayunar a la puerta del Ruperto, a suplicar por un poco de información, porque siempre alguien sabe algo más que la policía o que el gordo Dante Marcial. 

A medida que llegábamos nos encontrábamos con un despliegue de coches policiales, mucha gente, policías que dispersaban a la gente, combis de los canales de televisión, periodistas y nosotros, los del bar, los conocidos, con los hombros caídos, impotentes, amargados, desencajados. ¿Qué pasó? Yo recién me entero, a mí me contó Darío, ¿saben quién fue? Ni idea, hablé con el milico que está detrás del vallado perimetral ¿qué te dijo? Nada ¿robaron? sí ¿la mataron acá? Sí ¿atrás de la barra? Sí ¿alguien vio algo? Ya habían cerrado, ¿Y cómo fue? La apuñalaron, la ahorcaron, no sé, secreto de sumario. 

El primero en decir algo concreto fue Damián López

—Andaba con un flaco del barrio de Los Gomeros—gritó, y se hizo tal silencio que solo se escuchaban los ladridos del Negro que no dejaba de mover la cola ante semejante tumulto. 

Yo nunca la vi con nadie, yo tampoco, se iba sola del Ruperto, no quería que la acompañaran, no andaba con nadie, era libre ¿qué flaco? No andaba con ninguno. 

—Uno que vive en la esquina haciendo cruz con lo del Turco Abaldián —siguió diciendo Damián —, que se llama Mariano Nosecuánto que vende droga. Yo creo que hasta le pegaba. 

Falopero, degenerado, fue él, seguro, vamos a la casa, hijo de puta, degenerado, fue él, fue él, seguro. Llegamos a la casa del flaco a la carrera y estaba todo tranquilo, no había vecinos ni policías. Da la cara, cobarde, asesino de mujeres femicida cobarde, puto, pegale a un hombre, puto, puto. Un chico, el hijo de la Pamela, pintó la pared del frente con un aerosol ASESINO y todos nos quedamos en 

silencio, tenía que salir, no podía quedarse escondido. Salí, le gritamos, da la cara, explicanos qué pasó. 

Y en eso el flaco salió. 

—Yo no…— empezó a decir, y el pelado Santamaría lo enganchó de las crenchas y lo arrastró hasta el medio de la calle. Antes de que se pudiera incorporar lo agarramos entre todos, le rajamos la camisa floreada, lo revolcamos, le tiramos del pelo y le hicimos mover la cabeza. Nadie nos paró, nadie dijo pobre ni nada por el estilo, fuimos todos, pero los más ensañados eran Juárez, Arturo y el Bolita. Juárez le pegaba trompadas en la cara, así como estaba, tirado en el piso, Arturo le daba patadas en la espalda y el Bolita en las pelotas. Él apenas si intentaba taparse la cabeza, mientras otros pintábamos puteadas en las paredes, rompíamos los vidrios, saltábamos con los brazos levantados y los puños cerrados. 

—Hay que reventarlo— gritaba el Camilo fuera de sí. 

Y todos le dimos aunque sea un poco, una patada, una cachetada, un gargajo. Hasta que el flaco dejó de defenderse, y empezó a aflojarse, a quedarse quieto. Che, lo desmayamos, lo limpiamos. Se hace, se hace para que lo dejemos. Dale flaco, no jodas, levantate. Rajemos. Bien hecho. Que se joda, que se joda, él mismo se la buscó. Y en un minuto no quedó nadie, sólo el Negro que no dejaba de lamerle la cara al flaco en el suelo y de limpiarle la sangre.

Esa noche miramos el noticiero de la tele y nos enteramos de dos cosas. Que el Pelado Santamaría, Juárez, Arturo y el Bolita terminaron en cana y que el flaquito que limpiamos era el hermano del novio de Miguelina, del Mariano Nosecuánto, que se rajó por miedo a que lo reventaran a él también. 

Después tuvimos el velorio de la Miguelina, donde todos lloramos, nos abrazamos frente a las cámaras de televisión, frente a los periodistas que nos ponían todos los micrófonos en la boca, hasta que los patovicas del bar los echaron a empujones, mientras ellos gritaban. 

— ¡Estamos trabajando! 

—¡Agresiones a la prensa! 

—¡No tienen educación! 

Y el Mariano Nosecuánto seguía sin aparecer, pero al final, después de una semana de buscarlo con la foto en los noticieros, el Mariano se entregó solo a la policía, porque todo el mundo veía su foto y lo buscaba, decía, porque todos lo queríamos fajar, porque adentro estaba más seguro, decía, que era inocente pero tenía miedo, que no tenían nada en contra de él, dicen que decía. Pero nosotros dijimos que si fuera tan inocentito no se habría rajado, dijimos. Y ahí nomás nos fuimos todos para la comisaría, a gritar justicia justicia, liberen a los justicieros, que son buenos, justicia, justicia, entréguennos al asesino. Y parece que no había muchas pruebas en su contra y lo tenían que liberar, pero antes nos dispersaban, y nosotros volvíamos, y nos sacaban con los carros de asalto, y el flaco se quedaba preso y decía que no se pensaba mover hasta que tuviera garantías. 

A los tres días lo agarraron al Damián López porque anduvo en un cabaret de un pueblo de más allá gastando guita a mano llena, y diciendo que se la había regalado Ruperto Bartoglio, el dueño del bar, y una puta lo denunció, porque le había contado detalles del crimen que no salieron en las noticias, que solo los conocería el verdadero asesino, hasta dijeron que confesó, y espera juicio. 

Nosotros, mientras tanto, saludamos al Pelado Santamaría que había salido enseguida porque él no había matado a nadie, aunque decían que iría a juicio como partícipe necesario, y desde nuestros escondites en los zaguanes, detrás de los autos, de los contenedores de basura, o disimulados entre el resto de la gente, seguimos esperando que lo larguen al Mariano Nosecuánto, porque no lo vamos a perdonar, porque todos sabemos que fue él quien nos mató a la Miguelina del Ruperto.

 

Marcelo Roqués nació en Dolores el 19 de diciembre de 1960. Médico veterinario, actor de teatro vocacional. Ha publicado la novela El guardián de la justicia y el cofre de la enana. El cuento que publicamos ganó el premio Barracas al Sur, en el concurso Vivas nos queremos en el año 2019.