por Tomás Bianchi
Antes de saber que existía esa puerta, teniendo ocho años, leí por primera vez el soneto sobre el cellista.
Federico Manzano García escribió “Soneto para un cellista muerto” en 1923. Yo lo leí en 1998, de casualidad, porque encontré una antología entre revistas y guías de viaje en un rincón del living.
El músico moría interpretando su única composición. Mientras abría y cerraba los ojos, ayudado por sus partituras, un paro cardíaco lo mataba en pleno movimiento. Lo leí, me lo aprendí de memoria y lo recité en el colegio.
Me aplaudieron con una nota en un cuaderno amarillo. Mis padres tenían que leerla. La nota de la maestra causó una reacción idéntica dentro de la casa. El único aplauso fue el sonido de aquella puerta. Palmas que la podrían haber volteado o convertirla en puerta giratoria.
La antología desapareció. Claro que el soneto existe pero aquel ejemplar se hizo ausente para mí. La puerta, en cambio, se hizo presente. El soneto y la puerta. Ambas se transformaron en algo tan presente como la respiración de la que goza toda persona.
Tenía dieciséis años cuando el soneto cobró vital importancia. Me enamoré de una chica, mientras le ponía azúcar a mi café con leche en un bar estudiantil. Un mes de vacilaciones se sucedieron hasta que un día me acerqué a su mesa, la invité con un café o lo que quisiera. Sentado frente a ella, observé su pelo. Me hablaba pero yo no prestaba atención. Tus pelos se parecen a las cuerdas del cello en un soneto, le dije. Sintió curiosidad y me dejó recitarlo, pero la muerte del cellista la espantó. Se levantó de la silla, diciéndome que era un rarito o algo por el estilo, y se alejó haciendo muecas de asco. Sobre la mesa reposaba un pelo. Lo guardé en mi billetera.
Me convencí a los diecinueve años, revolviendo la biblioteca familiar, que aquella antología perdida estaba detrás de esa puerta. Pedí la llave y antes las negativas, me encontré golpeando la puerta con las palmas abiertas, esperando a que un vecino inexistente me dejara entrar. Y así aprendí a odiar el soneto. Se hizo presente el dolor en la piel, colorada y el sudor en mi frente fue más fino que cualquier músico imaginario.
No pude escapar de los versos. A los veintiocho años, los recitaba como si cantara un “buen día”. Una noche, me transformé en amante. Un amante pasivo. Durante tres días, dormí en el aula de una escuela donde un profesor enseñaba cello. Nadie me vio, nadie notó mi intrusión. Me despertaba a la mañana y me escabullía por la ventana, que a mi favor, no tenía rejas ni seguro alguno. Acostado al lado del único instrumento del aula, lejos de cualquier pupitre que pudiera dañarlo, recite el soneto una y otra vez. El cello no me aplaudió, apenas si me atrevo a decir que me devolvía la mirada. Solo sentí por unos instantes las cuerdas y las clavijas. Una cuerda, el cellista y una clavija, una mujer llorando la muerte en versos, arrancándose los pelos.
Manzano García me habló, por fin, a través de aquella puerta. Eran susurros, tos y sensación a voz carbonizada. Terminé de festejar mis treinta y cuatro años, echando de la forma más educada posible a los invitados, y me dirigí hacia la puerta.
Como yo suponía, la antología estaba ahí con él. Me pidió que entrara pero sin llave, le dije, iba a ser imposible. Los susurros se convirtieron en gritos insoportables luego de mi respuesta. Es urgente, decía, que habrás la puerta y recuperes esta porquería de antología. En lugar de perder el control, de mi boca salió una mera pregunta: “¿Quién escondió la antología ahí?”.
Comenzaron sus gritos. Potentes, con ecos, otras veces vacíos, muertos y vivos. No sabía si detrás de la puerta había un Manzano García o dos. O tres. Cientos de escritores juntos escupiendo todo el odio que fuera posible. Salí corriendo con mis treinta y seis, con el soneto en la frente e ideas estúpidas sobre las puertas.
Brindamos todos. El bar estaba lleno y fluía la cerveza como la música, las voces de amigos, los mensajes en el teléfono y las miradas que enviaba una y otra vez a una chica en la barra, mientras mi mujer miraba las idas y vueltas de mis ojos. Cuarenta y dos años, un poco borracho, una mujer que yo no creía o no quería merecer y caras arrugadas que me sonreían que tampoco quería o no creía merecer. Si alguien me tuvo del brazo mientras vomitaba contra un árbol, no lo sé.
Salió el sol mientras acariciaba el picaporte. En el silencio, reventé a golpes la puerta, recité el soneto, imite cualquier instrumento de cuerda que pudiera con silbidos. Mis puños, mi cabeza, los codos. Unos puntitos rojos aparecieron en el suelo y en la madera mientras yo hablaba, verso tras verso. Las arrugas de todos los que estaban festejando se pronunciaron en mi frente, mucho más profundas y el calor de la sangre se sintió como una quincena en una playa donde las sombrillas estaban prohibidas.
Manzano me esperó con la puerta abierta dos años después. Me invitó a entrar, recitó el soneto. Me hice al silencio tocándome las leves cicatrices en la frente. La antología estaba en sus manos, vi la tinta, vi las letras, el papel amarillento y manchado con, lo que supuse, una gota de café.
Un muchacho escribía cerca de una ventana mientras Manzano se lanzaba una y otra vez sobre su poema. Del poeta, pasé mi vista hacia el pibe que parecía no darse cuenta de mi presencia. Y así, el cuarteto de cuerdas empezó a ensayar. Me miraron de arriba abajo, sin expresión alguna, y se concentraron, firmes, en las partituras. Dormí. Manzano, el muchacho y el cuarteto de cuerdas siguió en lo suyo mientras metía mi cuerpo en los rayos del sol que entraban por la ventana.
Con medio cigarrillo en la boca, esperando el bondi para ir a trabajar donde fuera que trabajara a mis cincuenta y ocho años, recordé los cabellos que cubrían todo el suelo de la habitación y los pies descalzos de los músicos. La cola de pasajeros se alargaba a un costado mientras recordaba lo poco que quedaba en mi cabeza de aquel soneto y el estilo de Manzano García. Por cada verso, más o menos suspirado, pasaba mi mano por mi cabeza. Las cuerdas, no tan tensas, todavía seguían ahí.