por Elisa Escudero
Mención especial Convocatoria de Primavera – Cuento Breve
Un día conocí a Miriam. A la Miriam que después todos conoceríamos. Pero yo la conocí distinto al resto. La miraba en los recreos. Observaba cómo se movía, cómo gesticulaba, cómo hablaba. Nunca crucé palabra alguna; sin embargo la conocía mejor de lo que ella se conocía a ella misma. Primero me reía de cómo era, hasta que me di cuenta de que, por más que lo intentase, nunca sería distinta a ella. Nunca dejaría de ser del grupo de los incomprendidos.
Miriam no encajaba con la gente de su edad. De hecho, no encajaba con nadie. No se ajustaba a los parámetros esperados para ella. Solía romperlos, no porque lo superase, sino porque nunca alcanzaba las expectativas que ponían en ella y siempre terminaba decepcionando al resto. Era un sapo de otro pozo, decía su madre. Ella estaba en su mundo, y poco caso hacía al mundo de los otros.
Había pocas cosas que hacía bien. Realmente eran muy pocas. Quería gustarle a los chicos, pero no sabía cómo y se terminaba humillando frente a ellos con algún paso en falso, como un chiste malo o una caída; y no se identificaba con el resto de las chicas, ni tenía sus cuerpos voluptuosos con los que ella sólo podía soñar. No se acortaba la pollera a la altura de los muslos, ni se colgaba aros despampanantes de las orejas. No se animaba a mostrar el escote y menos a jugar con los mechones de su cabello ante los chicos. Ella no inhalaba cocaína hasta que le sangrase la nariz ni mentía a sus padres. Ella era distinta.
“Lo que pasa es que sos muy santa, por eso ningún chico te invita a salir”, le habían dicho sus compañeras en el recreo. Por sus gestos supuse que ella les había dado la razón. Quizá ella era muy inocente y por eso nadie en el colegio le hablaba. “Tenés que animarte más, ser más atrevida. Mostrarte más.” Ella no sabía qué era mostrarse más. Usaba la pollera hasta debajo de la rodilla y, si era posible, con medias largas. Nunca mentía a sus padres y no se atrevía a drogarse entre clases. Ella era distinta, pero distinta mal.
Se movía como un elefante. Sus piernas grandotas rompían todo, hasta el asfalto, y sus brazos toscos no sabían lo que era acariciar. “Leona”, le gritaban, y ella lo disfrutaba. Se sentía halagada, bendecida. Pero porque no entendía que esas alabanzas eran de doble filo.
Un día los del curso la invitaron a una fiesta por primera vez en los siete años que compartían en el colegio. Ella dudó, pero finalmente dijo que sí. Terrible error. Llegó a su casa emocionadísima, emoción que no perdió pese a los litros de agua que la bañaron, los tres envases de shampoo con los que lavó su pelo y el frasco de perfume que se puso. Se vistió de negro, un hermoso vestido que como era ella no le quedaba bien. Parecía un matambre primavera o, peor, un rinoceronte. Lo que pasaba era que Miriam era Miriam, y por más que se vista de seda, Miriam queda.
Risitas. Risas mudas. Risas fuertes. Silencio. Era lo único que se escuchaba. “¡Elefanta!”, le gritaron. Risas y más risas. Ella no sabía qué hacer. Quería cavar un pozo, y meterse ahí dentro y no salir nunca más. Sonrió. Miró hacia los costados. Volvió a sonreír, pero una sonrisa triste. Rio. Dio vueltas. Se puso seria. Levantó las manos hacia el techo. Gritó. Se puso morada. Volvió a reír. Volvió a gritar. Gritó por ella, y por los incomprendidos. Lloró. Lloró por ella y por ellos. Entendió, entre risas de los de afuera. Entendió que por más esfuerzo que hiciera, nunca dejaría de ser del grupo de los incomprendidos. Del grupo que está sobrio cuando todos están borrachos. Del grupo que son alguien. Y ahí fue cuando entendió que ella no sería nadie.