Es moneda corriente, en biografías de personajes medievales o renacentistas, no poseer datos concretos sobre la cronología de sus vidas. No es normal su indeterminación en la actualidad. Esto sucede con el artista de quien nos ocupamos, el cual confesó que la única certeza de su nacimiento fue una nota escrita con lápiz y abrochada en sus ropas en donde se leía: “Este niño ha sido bautizado y se llama Benito Juan Martín”. La cuna en donde estaba fue depositada en la puerta de la Casa de Niños Expósitos.
La loable idea del Virrey Vértiz, allá por 1779, de fundar un hogar para los niños abandonados, tuvo continuidad (cosa extraña por estos lares) en los siguientes tres siglos. A pesar de diversas dificultades de naturaleza política (cosa común por estos lares), subsanadas gracias a los aportes de María Sánchez de Mendeville y Justo José de Urquiza, llega a nuestros días con el nombre de Casa Cuna y Hospital General de Niños Pedro de Elizalde.
Bien, ¿y de qué fecha hablamos? Las Hermanas de la Caridad —entonces encargadas del lugar— anotaron el evento el 21 de marzo de 1890. El niño aparentaba tener unas tres semanas de vida, por lo tanto, se tomó como su nacimiento el 1 de marzo.
Seis años después, un matrimonio de La Boca —Manuel Chinchella y Justina Molina— decidieron adoptar un hijo, que no tenían, y se acercaron con ese propósito a la institución. El elegido fue Benito quien, más tarde y castellanizando el apellido del padre, pasó a llamarse Benito Quinquela Martín.
El oficio del padre –carbonero– no daba para lujos. El hijo tuvo que abandonar la escuela a los diez años para ayudarlo en sus quehaceres. Fue a los diecisiete años que tuvo su primer contacto con el Dibujo, de la mano de Alfredo Lazzari, en la Sociedad de Unión de La Boca. Allí trabó amistad con Juan de Dios Filiberto, que asistía a clases de Música.
Desde sus primeros trabajos decidió pintar lo que más le gustaba: los barcos y la gente que trabajaba en ellos. Un día, estando en el lugar adecuado –La Vuelta de Rocha– en el momento adecuado acertó pasar por allí el artista Pío Collivadino, quien se asombró por la calidad de sus lienzos. Obtuvo el reconocimiento de este y su recomendación a Eduardo Taladrid para exponer en una galería de Buenos Aires.
No voy a profundizar sobre un tema del cual no soy ducho. Dejo el análisis de su obra a los entendidos y solo voy a decir que, al estar frente a sus pinturas, me gusta la temática, los colores y el uso mayoritario de la espátula en lugar del tradicional pincel. Como dato extra, llegó a pintar un trolebús (se cree que fueron tres) con los colores de las casas de La Boca, el cual se puede apreciar fugazmente en una vieja documental sobre Buenos Aires, y (nuevamente cosa común por estos lares) no se lo conservó.
Benito Quinquela Martín logró un reconocimiento en el país y en el extranjero que le proporcionó una gran fortuna. Dado que fue soltero durante toda su vida –confesó tener amoríos pero no encontró a la mujer ideal– decidió, en concordancia con su bondad y sus ideas socialistas, hacer obras de bien para el prójimo. No fue fácil. “Cada gestión –según recuerda– era un mundo de inconvenientes” (leer el contenido del último paréntesis).
A pesar de ello dotó a La Boca de una escuela, un museo de Bellas Artes, una escuela de Artes Gráficas y el Lactarium (atención médica maternal e infantil).
Como colofón de este homenaje vaya una frase que poquísimas personas pueden merecer. A modo de un imaginario epitafio: “Vivió como pensaba”.