Capítulo 1: Amanda
Santos se perdía en el monte. No dejaba de oír ese penoso crujido de las hojas humedecidas. Con apenas una colilla encendida, masticaba todavía la náusea de la mañana en el último recoveco de la garganta. Lo irremediable acorralaba su suerte. En un instante impreciso, recordó todas las cosas que le hubiera querido tirar a la cara antes de que el hierro fuese el comienzo del final. Corrió despojado de su aire contraído, de sus ropas sucias, de su barba enredada. Corrió como pudo, con los pies de alpargatas rotas y pantalones raídos. Corrió hasta la cocina, hasta el lugar de la sopa y el calor. Hasta el lugar que lo cobijó en el ardor o en la helada. Corrió sin sonido, casi sin aire, arrojando monedas de pesos que ya no circulan y caramelos pegoteados en un pañuelo. Llegó a la luz de la mesada, al rincón de los olores lindos. La miró, atravesó su sombra con párpados dolidos y firmes.
Los ojos maternales de Amanda se volvieron espesos. Atemorizada y vacía, fijaba su vista en la mesada. Un minuto atrás, el sudor carcomía su espalda. Un artilugio del fuego le hizo torcer los dedos, tambaleándose para atajar el cuchillo mientras una papa sacudía su pie derecho. El plomo entró en su espalda como una flecha rabiosa. Santos presionaba con las dos manos, los dientes apretados, la mirada enrojecida. Entre el olor de la piel quemada y el vapor de una olla hirviendo, mediaba sólo el ladrido del perro. No fue sangre lo que salió de la boca de Amanda, sino un río de rosarios y novenas, de muertes celebradas, de secretos a voces que sonaban en el piso de madera o se esquivaban en las noches de verano.
Una a una, las plegarias rotas de sus mañanas se agolpaban contra el suelo. Amanda sabía que ni Dios ni sus curas hubieran evitado que la mano de su hijo descargara sobre su sombra esa mezcla inevitable de amor y repulsión. Un leve temblor le cerraba la boca cuando Santos tiró el revólver a un costado. Inmóvil por unos minutos, mirándola sin ver, secó el sudor de su barba y tomó el cuchillo.
El cielo se abría con un fondo grisáceo. La tormenta y la incertidumbre acechaban el mediodía. Un ruido de motor apagándose penetró en las pupilas de Santos. Un instante de frío recorrió sus huesos, apenas un instante en el que levantó la cabeza al sol y vio a su hermana acercándose temerosamente. Ángela caminaba con pies de plomo, como adivinando una escena jamás elaborada en sus más horrendas pesadillas. Santos seguía fijando la vista al rayo de sol que castigaba el vidrio. La canilla goteaba, eso lo exasperaba. Bajó la vista al último tramo del cuerpo de Amanda. Alguien había borrado la fotografía de sus ojos en la madrugada abrazándolo entre la fiebre y la desesperación. Hubo noches de tempestades que ella solamente sabía consolar. Alguien había desfigurado la cara maternal de las mañanas en el pueblo, los pasos silenciosos a la siesta para limpiar el comedor. Alguien que ahora se miraba en el estallido del sol en el vidrio. Santos quizá no se reconocía, o simplemente se desprendía de aquel niño abstraído en madrugadas de anginas y tinieblas. Y pensaba, o ni siquiera pensaba, pero sentía que alguien también le había arrancado a él los castigos y los abrazos, las filas en el cine, los cuentos que leía solitario antes de dormir o de comer.
Creyó escuchar un zumbido, un rumor suave que le devolvió por un instante a su madre y a sus recuerdos. El zumbido lo desterró de su letargo. Orientó la mirada hacia la puerta entreabierta de la cocina. La vaga voz de su padre lo llamó desde un fondo de nubes. ¿Pero el sol? Dijo para sí y para las nubes.
- Papá, la vi a Elena. En la galería. – las palabras se le entrecortaban resecas.
- Hijo, no, ella no está. No vengas por acá, no vengas. Vos tampoco podés estar acá, no hay pastos ni viento, ni caballos.
- Quiero irme ahora, quiero irme mañana. No sé papá, nunca supe hacer las cosas como vos. Elena me dice que la cuide, yo la cuidaba papá. Era sólo eso, la cuidaba.
- Santos, no vayas a ningún lado. No hables más de ella. Pasó mucho tiempo, demasiado.
- Escuchá papá, escuchá cómo se mueven los árboles. Mamá no sonríe, mamá no me abraza…¡papaaaaaaaaaaaaaaaá! – un grito desgarrador hizo eco en toda la casa.
Ángela sostenía sus pasos plomizos mientras oía derrumbarse una voz frágil que estrujaba la monotonía. La cara gris de Santos paría pupilas y huesos, la barba espesa crujía sudor y llanto.
Este texto fue leído en el ciclo de lecturas de La Utopía y el Divisadero de Dolores, el 13 de mayo de 2022