La consagración de Igor

A cincuenta años de la muerte de Stravinsky

 

 

                                                                             Por  D. E. Cocchetti

 

Fue imposible olvidar aquella noche de 1913 en París, una ciudad rebosante de luz y de arte. Lo más selecto de la sociedad francesa se había dado cita en los Champs Elisee para asistir al estreno de un nuevo espectáculo a cargo de los Ballets Russes de Seguei Diaguilev.  Lo colorido de sus trajes, la escenografía y los argumentos fuera de lo común habían sido un pase a la fama para el empresario ruso. Una carta bajo la manga, decisiva para coronar exitosamente la idea, fue la de encargar la música a compositores contemporáneos que, en el lugar y tiempo adecuado, residían en la ciudad.

Uno de los beneficiarios fue Igor Stravinsky quien, desde su Rusia natal había llegado a la capital francesa para ejercer su profesión y, ya altamente capacitado en su tierra por el maestro Nicolai Rimsky Korsakov, compuso el ballet El Pájaro de Fuego que, tres años antes, ofició de Opera Prima en este género.

Un nuevo trabajo no se hizo esperar y fue tentado a escribir música para La Consagración de la Primavera, unas escenas de la Rusia pagana, que hábilmente su compatriota y mentor había elegido como tema para su nuevo espectáculo. Sin prisa pero sin pausa, y con reuniones en dónde el bailarín Vaslav Nijinski asistía para sugerir la coreografía, la partitura quedó terminada en 1912.

Todo artista que se precie de tal cambia, a través de su carrera, la percepción de sus ideales que, inevitablemente, influye sobre su obra. Igor no fue la excepción y desde sus primeras composiciones en Rusia inevitablemente románticas, pasó por un nacionalismo con influencias paternales que  tuvo su máxima expresión en su primer ballet parisino. Nadie iba a imaginar que, en este segundo, su estilo se radicalizaría hasta el paroxismo.

Aquella sucesión, según las crónicas de la época, de ruidos, chirridos y disonancias a cargo de la orquesta que acompañaban a unos bailarines  no convencionalmente ataviados sobre un argumento con ciertas connotaciones sexuales ambientado en un pasado bárbaro, no hizo esperar una reacción. Gritos, silbidos y peleas que, a modo de ósmosis, se suscitaban entre el público no tardaron en dar lugar a la intervención policial. Igor, Serguei y Vaslav tuvieron que salir a escondidas del famoso teatro.

Hoy, a más de un siglo del hecho y a escasos cincuenta años de la muerte del compositor, esos  “ruidos, chirridos y disonancias” fue el principio de lo que se llamó Música atonal (significa que las relaciones entre los sonidos no son las tradicionalmente conocidas). Fue como decir: “No más contemplaciones, comenzó el Siglo XX”.