Todas las familias felices

por Gabriela Urrutibehety

 

Al calor de la ola de la literatura del yo, las relaciones familiares reaparecen como tópico frecuente en la literatura actual. Son muchas las narraciones en las que se escapa a los moldes tradicionales de la maternidad, la paternidad y toda la constelación de vínculos que configuran el modelo tradicional de familia. Apuntando los cañones contra el modelo Ingalls, narradoras como Ariana Harwicz, Tatiana TIbuleac, Guadalupe Nettel, Valérie Mréjen, Mónica Ojeda o Delphine De Vigan, por mencionar apenas algunos nombres, proponen una mirada hacia las relaciones familiares en las que se cuestionen estereotipos y mandatos, en un movimiento que no busca dinamitar la institución sino poner sobre la mesa aquello que no se dice.

En estas narraciones hay permiso para todo, incluyendo el odio, el sadismo o la locura (aunque no sólo esto),  y es esta decisión la que las pone en un paradigma literario que propone a la ficción como una forma de acceso a la verdad. Y esto vale tanto para quienes, como Nettel o De Vigan, afirman estar aferrándose a hechos reales con nombre y apellido, como para los libros que reclaman para sí la pertenencia plena al universo de la invención.

En todos estos relatos no hay condescendencia ni lugar para la corrección. Pueden ser profundamente conmovedores a partir de una prosa aguzada, precisa, que, en algunos casos, también merodea los caminos de la poesía.

La familia se tematiza para darla vuelta como una media, para sacar los trapitos al sol, para nombrar lo que no se puede. Tibuleac puede iniciar El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes con una frase que es un cross a la mandíbula: “Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años” y esta declaración de odio se planta como el revulsivo que contradice desde las tablas de la ley a la retórica tanguera de pobre mi madre querida.

Harwicz o Nettel se proponen diseccionar la maternidad, aunque a gusto de quien esto escribe, la primera lo hace tanto más de raíz por cuanto arrastra en la revuelta también a la sintaxis de la narración. Nettel juega, en La hija única, un juego un tanto más amable, con sus madres en espejo que giran en torno de Alina, quien lleva adelante un embarazo que sabe no sobrevivirá al parto.

Ojeda y Mréjen se meten con el abuso sexual y aún lo pornográfico, aunque el modelo propuesto por la primera de ellas en Nefando implica también una apuesta mayor por la adscripción a una cierta vanguardia narrativa que incluye cruces de voces y géneros.

Desde Edipo en adelante, tal como lo dijo Tolstoi, los relatos familiares han sido sumamente atractivos para la literatura, especialmente si estaban atados a cuestiones tales como la ambición o la lucha por el poder, desde Hamlet a Games of trhones, pasando por las series ochentosas tipo Dinastía. Lo que estas autoras –europeas, latinoamericanas- proponen es mirar a contrapelo las pautas de normalidad y felicidad de una institución que, parece, sigue teniendo buena salud, pese a todo.